La única posibilidad de descubrir los
límites de lo posible es aventurarse
un poco más allá de ellos, hacia lo imposible
Arthur Charles Clarke
Arturo Suárez Ramírez / @arturosuarez
Hace unos días estuve en la presentación de una empresa dedicada a dar soporte, desarrollo y otros servicios a compañías de Inteligencia Artificial. Vaya que es un mundo vertiginoso que poco a poco va dejando atrás a la ciencia ficción, ganando terreno con un desarrollo descomunal. Pero lo que promete la industria para un futuro nada lejano resulta aún más inimaginable.
En aquella reunión se habló de los recursos naturales que se consumen al usar aplicaciones de IA. Se estima que, por cada consulta —la mayoría de ellas lúdicas—, se gasta el equivalente a un vaso de agua. Eso habría que multiplicarlo por millones. El enfriamiento que requieren los equipos implica enormes cantidades de agua, pues es el líquido que mejor cumple esa función. Sin duda, un tema ético frente a la escasez y el cambio climático.
Y precisamente fue la ética lo que varios especialistas pusieron sobre la mesa: ¿hacia dónde vamos?, ¿hasta dónde habremos de llegar?, ¿qué pasa con los recursos naturales que se consumen?, ¿de dónde saldrá la energía que se necesita para tanto desarrollo?, ¿el hombre podría sucumbir ante las máquinas y su “inteligencia”?
Alguien del público tocó el tema de las IA usadas como compañía: a las que se consulta todo, a las que se trata como diario personal o incluso como psicólogos. Qué decir de quienes llegan a enamorarse de una voz, programándolas para que respondan con palabras cariñosas y simulen una relación afectiva, “humana”. La cosa va tan lejos que incluso hay quienes discuten con su robot como si se tratara de una pareja real.
Diría mi abuela: ¡Vaya tiempos! Un ejemplo es la historia del estadounidense Travis. Durante el confinamiento por la pandemia comenzó a probar Replika, una aplicación que permite crear un “compañero” virtual con IA. Lo que inició como un juego se salió de control. En entrevistas relató que, debido a la soledad, pasaba largas horas charlando con su “chatbot”. Pronto sintió que la compañía era genuina y comenzó a relacionarse sentimentalmente con alguien no humano, inexistente y efímero. La historia continuó hasta que terminó casándose en una ceremonia virtual.
Por cierto, quien ponía el ejemplo también mencionaba la película “Cuando el destino nos alcance” (Soylent Green), un clásico de Richard Fleischer que retrata una sociedad con sobrepoblación y recursos agotados, situada en el año 2022. La trama sigue a un detective que descubre el secreto de una corporación dedicada a fabricar alimentos cuya base eran cuerpos humanos. Todo como consecuencia de la explosión demográfica.
La ciencia ficción, a veces, resulta un espejo del tiempo: ahí miramos lo que podría suceder. El agotamiento de recursos, como en el ejemplo anterior, es solo una de tantas advertencias que el cine ha lanzado en cientos de películas, ya sean apocalípticas, distópicas o incluso humorísticas.
Ya que hablaban de cine, fue inevitable recordar las relaciones personales y aquella película japonesa que vi hace algunos años en la Cineteca Nacional: “Cyborg She” (2008), dirigida por Kwak Jae-yong. Una comedia que muestra lo difusa que se vuelve la frontera entre hombres y máquinas, entre la inteligencia humana y la artificial, así como la falta de sentimientos y emociones en humanoides, robots o bots.
En “Cyborg She” se desnuda la hipocresía de la sociedad. Mientras gobiernos, empresas y ciudadanos celebran los avances de la IA, nadie parece querer responder: ¿quién es responsable de un algoritmo que discrimina para otorgar un lugar en un hospital, un crédito o una matrícula universitaria?
La ética parece haberse convertido en un lujo para una sociedad desbordada por la tecnología, cuando debería ser un artículo de primera necesidad. El dilema no es técnico, sino ético. Si no lo resolvemos pronto, la ficción terminará por dejarnos retratados con una crudeza mayor que cualquier editorial o película.
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Hasta la próxima.