Hace tiempo, a mi madre se le ocurrió comprar un halcón en el mercado de Sonora de la Ciudad de México y regalárselo de cumpleaños a su hermano menor. Ella pensó que mi tío, que por aquél tiempo montaba a caballo todos los fines de semana en el Desierto de los Leones, se sentiría magnífico montando su albardón y llevando a su halcón en su guante cetrero. Mi tío metió al halcón dentro de una caballeriza y contrató a un supuesto entrenador de halcones que le pidió que lo dejara entrenarlo durante algunas semanas, antes de pasarle el mando a él. Mi tío así lo hizo y se olvidó del halcón. Cada semana le pagaba al entrenador, que aseguraba estar haciendo grandes avances con el ave rapaz. El día en el que quedó de enseñarle a hacer las llamadas de vuelo, seguimiento, espero, ataque; regreso y advertencia, el entrenador no se apareció. Entramos a ver al halcón y lo encontramos, en la esquina de la caballeriza, protegiéndose detrás de una paca de paja. Estaba todo lastimado y temeroso. A los pocos días, el ave murió y el entrenador nunca volvió a aparecer, ni fue posible localizarlo. Yo, que en aquél tiempo era un adolescente, sentí rabia y tristeza. Hace poco tiempo leí que las aves rapaces, desde tiempos inmemoriales, crean un vínculo de renuncia y convivencia con los seres humanos. Renuncian a la libertad a cambio de tener su comida segura. Es por ello que, después de volar en busca de una presa, siempre regresan. A pesar de la extraña relación que se genera entre un cetrero y su rapaz, en la que no existen vínculos de afecto, se generan conexiones basadas en la confianza, la comunicación, el respeto y el cuidado. Los halcones no son las mascotas de los humanos que los cuidan, sino más bien una especie de socios que, a cambio de seguridad y bienestar, intercambian obediencia.
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